El fantasma de Ishinomaki

Hacía ya un mes del gran tsnunami que arrasó Japón y se llevó con él gran parte de la ciudad de Ishinomaki, y la fábrica de Watanabe Teas reabría sus puertas. El primer día fue una sucesión de pantallas crípticas, pasillos interminables, miradas tristes y cafés amargos, mezclándonos los que seguían en duelo por sus familiares con los que no sabíamos qué hacer para consolarles.

Recursos Humanos nos comunicó la noticia a mí y a mis compañeros tan pronto como me senté en mi viejo escritorio del despacho comercial: yo, Ernesto García, sería el nuevo director del departamento. Pasaba a ocupar el lugar del fallecido hermano del gerente, Shoji Watanabe, una de las figuras clave y el mayor responsable de convertirla en una referencia del sector del té embotellado. Me sentí abrumado, no supe cómo reaccionar. Mis compañeros me miraron con desconcierto desde sus mesas. Empecé a recoger mis cosas sintiendo cómo me taladraban con los ojos.

Vacié mis cajones en dos bolsas, una para el traslado y la otra para la basura, aliviado por saber que su caótico contenido quedaba fuera de la visión de los demás. Proseguí con lo que había encima de mi mesa. A la hora de llevarlo todo hasta mi nuevo despacho individual, decidí dejar que la foto de mi mujer y mi figurita de Mafalda se quedaran dentro de la bolsa, incapaz de profanar la inmaculada superficie que mantuvo siempre mi predecesor. Me senté sobre aquella silla mullida y de aspecto imponente y me intenté convencer de que me merecía estar allí. No lo logré, y la reunión que mantuve con mis compañeros para intentar fijar la nueva situación sólo empeoró las cosas. «Queridos compañeros, sé que no puedo estar a la altura de Shoji sama, pero os prometo que haré lo posible para que salgamos adelante». Tardé una eternidad en decir esa simple frase entre atropellos y titubeos, y el resto lo he preferido borrar de mi memoria. Hideo, Isao y Katsuo pasaron a mirarme como si hubiera sido yo el culpable de la muerte de su antiguo superior.

¿Por qué yo? Ajeno a la familia, al país y hasta a la ciudad, mi único mérito era ser el más antiguo del departamento. Me sentía un impostor y fue por ello que me armé de valor y acudí al despacho del gerente para pedir cita y plantearle mis dudas. Me senté pacientemente a esperar frente a su secretaria mientras repasaba mentalmente todo lo ocurrido hasta ese momento.

Por fin luz verde. La secretaria me dio paso y me adentré hasta el despacho del gerente Yoichi. Me senté frente a él tras una profunda reverencia. Me sorprendí al fijarme en sus ojos y verlos húmedos. Los papeles se arremolinaban en su escritorio, normalmente impoluto, y sus manos temblaban como ramitas secas cada vez que gesticulaba. Fue una reunión breve y emotiva, en que noté que aquel hombre se sinceraba conmigo por primera vez. «Mi hermano no está en paz», me dijo, al borde de las lágrimas. «Siento que su espíritu no ha encontrado su lugar». Entendió cómo me sentía y reconocía el tabú de dar un cargo como ese a una persona ajena a la familia. «Mi padre no lo hubiera aprobado», me confesó, pero me suplicó tener paciencia, pues confiaba mucho en mí y eso era, según sus propias palabras, lo único que necesitaba. Emocionado por la revelación, juré a mi jefe que no le defraudaría.

Pero yo no era Shoji. Pasaron los días y no era capaz de enfocar el nuevo plan de marketing que debía presentar ante la Junta General. El día antes, tras el enésimo borrador tirado a la basura, empecé a sentir pánico. Crucé la línea: llamé a mi mujer y le dije que pasaría la noche en la oficina. Entonces, en la soledad de mi despacho en la madrugada, iluminado por la tenue luz de mi flexo, sucedió algo extraordinario.

Surgió una figura oscura, apenas una sombra, y se sentó a mi lado. Miré la puerta frente a mí; permanecía cerrada. Se me paralizó todo el cuerpo, sentí que el corazón iba a salírseme por la boca, no me atreví ni a mirarla de reojo. Pero el espanto no duró mucho: me di cuenta de que no ocurría nada malo. Por contra, la presencia me resultaba familiar y me hacía sentir cómodo y seguro. Vi el monitor y me di cuenta de que las palabras se estaban tecleando solas en mi ordenador: era el plan de marketing para nuestro nuevo producto.

Supe que era Shoji incluso antes de armarme de valor y desplazar mi silla a un lado. Leve y difusa, su negra silueta se recortaba fúnebre sobre el fondo anaranjado, sentada sobre la nada y con un rostro triste fijo en el monitor. En un principio sentí el impulso de huir, pero no pude dejar de contemplar con fascinación cómo aquello que se me resistió durante días estaba cobrando vida en la pantalla. Volví a mi posición inicial y me di cuenta de que no tenía ningún efecto sobre el espíritu. Me podía solapar con él en el espacio y no parecía darse cuenta de que estaba ahí. Sólo tenía ojos para la pantalla y, de alguna manera, podía manipular el teclado, que no me atreví en ningún momento a tocar hasta que, con los primeros rayos de sol, su presencia se evaporó como la niebla.

A las ocho de la mañana, con rostro de mapache, medio litro de cafeína en el estómago y mi mente todavía cuestionando si todo aquello era realidad o fantasía, presenté el mejor plan que pude haber imaginado, para asombro mío y de todos los presentes.
Ese día marcó un antes y un después; ya nadie me miraría con desdén ni falsearía una sonrisa al saludarme. No hablarían a mis espaldas si no que me halagarían en público y buscarían mi aprobación en privado. También cambié mis hábitos de sueño; me excusé en mi origen español para prolongar mis siestas y nunca volvía a casa hasta pasada la madrugada.

Algo que nunca me atreví a tocar era mi escritorio: permanecía siempre diáfano, impersonal, tal como a Shoji le gustaba. Listo para recibirle cada noche en un ritual que se repitió durante días, semanas… incluso meses. Mi mujer no lo entendió al principio, pero siempre mantuve que el nuevo horario iba aparejado a mi cargo de director.

Hubo una ocasión en que me tenía que desplazar a una reunión de negocios lejos de Ishinomaki y cogí un taxi. Estaba animado y entablé conversación con el conductor mientras repasaba el informe del que iba a versar mi encuentro. La hora y media de trayecto nos dio para contarnos nuestra vida, algo que agradecí, pues mis nuevas responsabilidades y hábitos de sueño me estaban convirtiendo en un hombre poco sociable. Llegó el punto de tocar el inevitable tema del tsunami, y lo que escuché de aquel humilde taxista se me quedó marcado en la memoria.

«Hay veces que los recojo», me dijo. «Sí, los fantasmas del tsunami». Sentí que palidecía. Tragué saliva y le pedí saber más. «No soy el único. A casi todos los taxistas de Ishinomaki nos ha pasado alguna vez», aclaró, antes de seguir contando la historia. «Estas pobres almas murieron de repente y muchas ni siquiera lo saben. No les queda casa a la que volver y vagan sin rumbo entre los restos arrasados. Algunos puede que tengan la casa de un familiar o amigo, un sitio al que regresar. Y acuden a nosotros».
Llegado a ese punto dejé el informe a un lado y presté toda mi atención al hombre. Le pregunté cómo sabía que eran fantasmas. «Cuando los ves, lo acabas sintiendo. Al principio, para mí eran sólo eran figuras extrañas que cuando llegaban al destino, miraba atrás y ya no estaban. Pero acabas captando los detalles. Las expresiones, el tono de voz, la ropa, los silencios». Le pregunté qué pasaba con esos fantasmas. «Cuando nos pasa algo así, los propios taxistas tenemos que pagar la carrera. No nos importa, de verdad que no. Todos hemos sufrido alguna pérdida por el tsunami y entendemos su dolor. Pero hay veces que vemos dos veces a la misma persona, y entendemos que ese espíritu no logra encontrar su sitio. No sabe que está muerto».

Empecé a notar un sudor frío. Le pregunté, titubeando, qué hacía en esas ocasiones. «Les decimos la verdad», me dijo, en voz baja teñida de melancolía. «Es la única forma de que busquen y encuentren su camino».

El día siguiente, yo no era al mismo al entrar a la oficina. No había dormido ni tampoco tenía sueño. Las sonrisas de mis compañeros se apagaban tan pronto como les devolvía la mirada. Mi cabeza estaba en otra parte y un insólito sentimiento de culpa había estallado en mi pecho y se me iba extendiendo por dentro a cada momento que pasaba en las dependencias de la empresa. Quise hablar con el gerente Yoichi, pero su secretaria se excusó diciéndome que estaba indispuesto y se había quedado en casa.

Pasaron las horas como el fluir del agua en una fuente de bambú, tan monótonas como el subir y bajar de su caña basculante. No salí a dormir la siesta. Tampoco hice nada destacable en absoluto.

Se estaba haciendo tarde y todos empezaban a volver a sus casas. Mis subordinados se pasaron brevemente por el despacho para despedirse con una honda reverencia y me quedé solo, como era habitual.

Apreté los puños y fijé la vista en un punto de la pared. Llamé a Yoichi. Le pregunté qué tal estaba, y el hombre no fue capaz de mentirme. Estaba muy apegado a su hermano y sentía un vacío insoportable que a veces le incitaba a no salir de casa. Esa información no era nueva en mí, pero hasta entonces la había guardado en el mismo rincón de mi mente que empleo para los anuncios de la boca del metro, lo que comí hace dos días o la conversación del té de la semana anterior. Antes de colgar, le pedí que me recordara la dirección de su casa.

Empezaba a oscurecer en el despacho. Encendí mi flexo. Abrí el cajón superior y me quedé varios minutos mirando su contenido. Me decidí: saqué de él la foto de mi mujer y mi figurita de Mafalda. Las coloqué en la mesa, tal como las solía tener en mi viejo escritorio.

Y esperé.

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